Un
peruano de 16 años aproximadamente apodado “el Cich” viaja a Monterrey, Mexico
para participar de un campeonato Internacional de fútbol de menores, era julio
del año 97.
En
un partido contra un equipo local este chico iba a dejar huella no por su
habilidad futbolística sino por la que dejaron sus chimpunes en la espalda de un rival. Un sol radiante calentaba las
canchas de fútbol y sofocaba las arengas de los aficionados que se dieron cita
para alentar a sus equipos.
Empieza
el encuentro y la situación se mide pareja para ambos conjuntos hasta la mitad
del juego. Un ataque a la deriva lleva el balón a puertas del arco nacional. El
habilidoso volante diestro sale jugando por su banda tras pase de brazos del
arquero para empezar un contra golpe mortífero que les enseñaría a esos
mexicanos chingasusmadres de qué estaban
hecho los peruanos visitantes.
Proyectándose
a toda marcha, Cich elude al primer rival con una singular gambeta. El segundo
contrincante corre con la misma suerte, es evadido con una doble bicicleta que
bien dominaba la tenía por ver tantos vídeos de Diego Armando Maradona, su
héroe de toda la vida. Con la pelota bien pegada al pie y a la línea lateral
del gramado enfrenta al tercer oponente, un lujoso caño bastó para avergonzar no
solo a éste si no a varios mexicanos del equipo, quienes se creyeron superiores
desde antes de empezar el cotejo, y no podían creer lo que sucedía frente a sus
ojos. ¡No para hasta el gol! Pensamos en unanimidad. Nos equivocamos.
El
lío empezó, pues, porque, al ver que una sola persona se llevaba a medio equipo
local en vivo y en directo, el cuarto adversario –y peor aún- capitán del
equipo mexicano, arrebató el esférico de los pies del peruano con un empujón
desleal por detrás. Una falta clara y evidente. Una falta en cualquier parte
del mundo y en cualquier idioma. Una falta inexistente para el réferi.
La
reacción furiosa e instantánea del perucho de corazón, movido por una cólera
que tomó color al instante, y una sed exquisita de revancha, claro, fue
arremeter contra el azteca clavándole una patada voladora con ambas plantas de
los pies en la espalda llevándolo de cara fuera del campo.
Como
resultado de la patada karateca del Cich hubo una roja directa y expulsión automática del juego, como era de
suponer. También se presentaron unas ganas tremendas, por parte de ambos
equipos, de coger a este peruano faltoso y hacerle comer sus toperoles de
aluminio, uno por uno, ahí mismo. Sí, todos juntos como hermanos, peruanos y
mexicanos unidos para regalarle tremenda golpiza al chico este que dominaba el
estilo para aventar huachas como
Román Riquelme y lanzar patadones a discreción cual Van Dame.
Al
final no pasó a mayores y nadie salió herido de gravedad. El chico quedó con
las huellas del patadón en la espalda, ahora es médico cirujano. En cuanto al
Cich, a pesar de tener una habilidad indiscutible para las artes marciales,
siguió jugando por la banda derecha, cometiendo en cada juego una que otra
falta no tan peligrosa como la que regaló en México. Y es que el fútbol es lo
que más le apasiona. Y es que no puede vivir lejos del fútbol. Y es que el
fútbol es el deporte más hermoso del mundo.